RAFAEL Vilasanjuan
Es inevitable: en el imaginario las revoluciones son calles llenas de gente y protestas que conducen a cambios profundos. Hemos conocido liberadoras y opresoras, sangrientas, de claveles y terciopelo, pero ¿puede haber una revolución silenciosa? Ahora que se acaba de producir la muerte de Vicente Ferrer, conviene recordar que su trabajo en silencio a favor de los intocables en una región remota de la India es una revolución que ha devuelto la dignidad a millones de personas. Y, sin embargo, no es el número lo que hoy adquiere relieve. Desde el inicio, hace más de 40 años, Vicente entendió que declarar la guerra a la pobreza y al sufrimiento requería un campo de batalla donde la colectividad ganara al individuo. Su idea no consistía en hacer rico a cada pobre, sino en organizar comunidades para hacerlas fuertes. Su propuesta de desarrollo integral se ha expandido pueblo a pueblo, haciendo de cada uno de ellos una minúscula nación con sus recursos y su pequeño gobierno de ciudadanos. Un modelo de desarrollo revolucionario que ha ido contagiando el sur de la India como una epidemia. Hace ya tiempo que los colaboradores que trabajan para defender ese legado, a través de la fundación en la India y aquí en Barcelona, han entendido que las personas mueren pero sus obras no, y que la revolución que él empezó tiene proyección global. Ahora que las redes sociales inundan con el nombre de Vicente Ferrer la petición de que su obra reciba el Nobel de la Paz, basta escuchar el testimonio de quienes vivían en el peor de los silencios para entender que solo una revolución podía entregarles la voz y la palabra. Vicente ya no recibirá ese premio, pero en el momento en que su vida se ha apagado es cuando más brilla una obra que, sin duda, lo merece como pocas.
Es inevitable: en el imaginario las revoluciones son calles llenas de gente y protestas que conducen a cambios profundos. Hemos conocido liberadoras y opresoras, sangrientas, de claveles y terciopelo, pero ¿puede haber una revolución silenciosa? Ahora que se acaba de producir la muerte de Vicente Ferrer, conviene recordar que su trabajo en silencio a favor de los intocables en una región remota de la India es una revolución que ha devuelto la dignidad a millones de personas. Y, sin embargo, no es el número lo que hoy adquiere relieve. Desde el inicio, hace más de 40 años, Vicente entendió que declarar la guerra a la pobreza y al sufrimiento requería un campo de batalla donde la colectividad ganara al individuo. Su idea no consistía en hacer rico a cada pobre, sino en organizar comunidades para hacerlas fuertes. Su propuesta de desarrollo integral se ha expandido pueblo a pueblo, haciendo de cada uno de ellos una minúscula nación con sus recursos y su pequeño gobierno de ciudadanos. Un modelo de desarrollo revolucionario que ha ido contagiando el sur de la India como una epidemia. Hace ya tiempo que los colaboradores que trabajan para defender ese legado, a través de la fundación en la India y aquí en Barcelona, han entendido que las personas mueren pero sus obras no, y que la revolución que él empezó tiene proyección global. Ahora que las redes sociales inundan con el nombre de Vicente Ferrer la petición de que su obra reciba el Nobel de la Paz, basta escuchar el testimonio de quienes vivían en el peor de los silencios para entender que solo una revolución podía entregarles la voz y la palabra. Vicente ya no recibirá ese premio, pero en el momento en que su vida se ha apagado es cuando más brilla una obra que, sin duda, lo merece como pocas.
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